Cuando éramos niños, incluso cuando llegamos a la adolescencia,
creíamos que siempre seríamos así, jóvenes, vigorosos, utópicos, con ganas y
fuerzas para “comernos” el mundo.
Además creíamos que D. Paco, D. Créspulo y la Sra. Vicenta siempre
habían sido así: “viejos”, con toda la relatividad que, a esa “tierna” edad, conlleva
el término (ahora a los de la misma edad suelo calificarlos de jóvenes –“pero
si tú eres aún muy joven, con toda la vida que te queda por delante…”-.
Una tercera creencia, por falta de perspectiva, era que
dolores y sufrimientos sólo los teníamos los jóvenes: mal de amores, obligación
de estudiar, huesos rotos, peleas entre individuos con altas dosis de
testosterona, raspaduras y “costras de sangre” de infinitas aventuras/caídas/juegos.
Los mayores, a nuestro entender, no sufrían, a lo más, enfermaban y se morían.
No conocíamos, los sinsabores del trabajo, de las relaciones
familiares/amistades, la preocupaciones económicas, la artrosis, la miopía o la
vista cansada o la preocupación por la situación política (no aludo a los problemas
del equipo de fútbol porque para mi, ni lo eran, ni lo son).
Cuando éramos niños o adolescentes el mundo era simple, lineal,
a corto plazo y el tiempo pasaba tan lentamente. Siempre, aunque no lo creyéramos
o ni siquiera nos diésemos cuenta, había alguien que te sacaba de los líos o
arreglaba los problemas que te rodeaban. Un hermano mayor te enseñaba la física
o las ecuaciones, tu padre te arreglaba la bicicleta o la gotera de la casa, tu
madre se pasaba la noche en vela poniéndote paños de agua fría o te untaba el
pecho de Vicks Vaporub,
tu maestro te decía que estaba bien y que estaba mal...
Luego,
muy a pesar nuestro, nos hicimos mayores, responsables. Ahora te toca
solucionar los problemas de tus hijos, de la comunidad de vecino, de tu país e,
incluso, de los líos en los que nos meten Trump, la inmigración, el crecimiento
sostenible y la jubilación. Ya no hay blanco y negro, bueno o malo (como en las
pelis), sino grises, una infinita escala de grises en la que no aciertas ni a
la hora de vestir.
El caso es que un día parpadeé y, de repente, me encontré
una vida más larga por de tras que por delante y gente joven que me llama de Vd.