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jueves, 11 de marzo de 2021

Hay una historia grande y una historia chica.


La historia grande es la que aparece en los libros y habla sobre los generales que dirigieron una batalla, pero se olvida del soldado que murió con arrojo; elogia al arquitecto que levantó un rascacielos, pero se olvida del obrero que soldó las vigas con un abismo bajo sus pies; alaba al ingeniero que proyectó un barco de dimensiones no conocidas hasta el momento, pero se olvida del remachados que quemó sus manos y quebró su espalda; relata la odisea del capitán del barco, pero se olvida del marinero que subió al velamen en plena tormenta.

Las historia chica se transmite oralmente entre familiares y amigos… y se pierde sin conocer a esos magníficos personajes, lo que mi mujer llama “almas anónimas”.

Mi padre, como supongo que todos los padres, fue uno de esos personajes. Vivió en la postguerra, una época que permitió que aparecieran, se forjaran, muchos de estos personajes que a diario tenían que demostrar su valía y en la que tan difícil era ser fiel a unos principios.

Después de nacer en Navarra y recorrer media España peninsular, acabó en Melilla. Esa pequeña y desconocida ciudad española enclavada en el norte de África que, a pesar de no ser una gran capital, ni siquiera una gran ciudad, está repleta de historias grandes y pequeñas (ambas olvidadas o desprestigiadas).




Y la historia de mi padre va ligada a la del desarrollo de esta ciudad ya que el motor de la misma fue, sin duda, su puerto y la construcción de éste.

Los tiempos de mi padre fueron los tiempos de otros muchas “almas anónimas” que tenían nombre como el “Pintarroja”, el “Sorroche”, el “Cartagena”, “Pedro el francés”, el “Maño”, "Perico faratabailes”,… no cuesta mucho percatarse de que fueron unos tiempos en los que Melilla se construía con foráneos que acudían a la ciudad buscando trabajo o que, habiendo venido “a hacer la mili”, se quedaban.

Eran tiempos de cigarrillo perenne en la boca o entre los dedos; de manos cuyos poros siempre retenían la grasa de los motores, por mucho que se las lavaran al terminar el trabajo; de pantalones ceñidos por encima de la cintura con un cinturón de cuero y bigote fino a lo Errol Flynn.

También había otros nombres precedidos del Don, que en aquellos tiempos sólo lo adquirías si tenías el título de bachiller (“ya tengo un hijo Don”, se enorgullecían mis padres cuando mi hermano obtuvo el título). Don Damián, el “Catalán”, capitán de la citada grúa, hombre taciturno y frecuentemente malhumorado (probablemente fruto de su responsabilidad y de la vida que le tocó llevar)y que la tripulación respetaba por su experiencia; Don Emilio Calabuig, Jefe de maquinas y, a pesar de ello dispuesto en todas las tareas y que se ganó el apodo de “El Tío Emilio”… luego había otros “Don” fruto de la soberbia (pero esos, mejor olvidarlos).

Eran hombres duros, lo decía mi padre. Hombres de la mar, hombres que se levantaban a diario para trabajar de sol a sol, sin seguridad alguna.

Ellos estuvieron con la “Grúa flotante” sacando a flote partes del acorazado “España” en la punta del Cabo Tresforcas. Ellos estuvieron sacando esa misma grúa de la playa del cargadero cuando uno de esos temporales de levante la embarrancó en las arenas.



Ellos estuvieron cuidando para que no se fueran a pique 5 fragatas en el temporal que azotó la costa en marzo de 1990.

Fue tal la actuación de estos personajes anónimos de la historia que el presidente de la Junta del Puerto de Melilla escribió al entonces Subsecretario del Ministerio de Obras Públicas y Urbanismo:

“Hace breves días sufrimos un temporal en Melilla como no se conocía por este lugar –a decir por los mayores de esta ciudad- desde el año 1964.

Coincidió tal inclemencia meteorológica con la presencia en el puerto de 5 fragatas –corbetas según la Marina- que se refugiaron para evitar esta circunstancia, permaneciendo aquí hasta que amainó el temporal de Levante.

Pues bien, como consecuencia de este temporal y la falta de un total abrigo del Puerto, fue requerida la Junta para prestar servicio en la seguridad de estas embarcaciones.

El Personal que se relaciona en anexo aparte acudió como es costumbre en este Organismo, todos a una, con evidente riesgo en algunas ocasiones y fueron cambiando, poniendo, reforzando las defensas durante un servicio permanente por turnos en el último día cuando amainó un poco. Es decir, estuvieron de servicio 48 horas –desde las 07 horas del sábado a las 07 horas del lunes- sin conocer, ni preguntar siquiera, como serían abonados los servicios.

Este personal ya ha participado en trabajos de rescate de ahogados-suicidas en el muelle, de rescate de un polizón aprisionado bajo el eje de un camión fuera del recinto portuario, pero que debido a su disposición y a la escasez de maquinaria pesada en esta Ciudad fue necesario su concurso, obteniendo por ello el reconocimiento del  Pleno del Organismo en varias ocasiones…”

 A esta misiva, añadiré la que recibió personalmente mi padre de la Comandancia Militar de Marina:

“El Comandante de la 21ª Escuadrilla de Escoltas, me pide le haga llegar su agradecimiento y felicitación, por la total colaboración con que se contó en todo momento con la Junta del Puerto, atendiendo con gran celo y presteza todas las solicitudes de ayuda con ocasión del fuerte temporal que obligó a tener que tomar especiales medidas de seguridad en evitación de graves daños a los buques…”




La historia grande muchas veces es injusta, tergiversada por intereses; la historia chica, si no se ajusta a la verdad, es sólo por el cariño que le tengamos a sus protagonistas.

 La generación de mi padre (y, por supuesto, de mi madre), fue la que sobrevivió a la guerra, sufrió la postguerra y construyó la Transición.

Fue una época de carencias en las que no se contaba con los privilegios ni los avances de hoy. Tiempos en los que un armario guardaba la ropa de toda la familia, en los que se tenía una ropa para trabajar y otra para los domingos; en los que se compraba una camisa o una falda y se guardaba para estrenar en Semana Santa por aquello de “ El Domingo de Ramos, al que no estrena nada, se le caen las manos”. Tiempos en los que una mesa con un mantel de terciopelo negro en la puerta de un vecino, nos decía que alguien había muerto y no era de extrañar que fuese un niño. Aún no nos habíamos convertido en una sociedad tanatofóbica.

Tiempos en los que no podíamos consultar el parte meteorológico en nuestro teléfono, pero en el que existían personajes como Antonio, “el Mudo”, marinero seguramente desde la cuna, que era capaz de predecir un temporal cuando el día estaba despejado y no corría una gota de aire. Era la experiencia de ese marinero lo que los demás respetaban.

Eran tiempos en los que, la austeridad agudizaba el ingenio y  en un taller se REPARABAN las piezas y no se cambiaban por otras nuevas. Y podías encontrar a un tornero/fresador que apenas sabía leer, reconstruyendo un eje o dando forma a una pieza de un motor o a un electricista liando a mano una bobina. Todos eran diestros en varias tareas, pues eso es lo que les permitía llevar unas pesetas a casa.

 Escribir estas pequeñas historias debería ser un deber de los historiadores y de la gente que conocimos a sus protagonistas. Si no es así, la historia contada será una invención, un cuadro que hemos empezado a esbozar, pero que carece de los detalles que lo hacen único. En mi caso quería que fuera un reconocimiento a mi padre, pero también a todos esos personajes que conocí o de los que tantas historias me contó él. Sus nombres se han borrado o se borrarán, pero no olvidemos que ellos (y nosotros si nos lo merecemos) formaron parte de la historia.


P.D.: Cualquiera que haya leído este artículo tendrá su propia historia, el recuerdo de su personaje, de su alma anónima. Aprovecha y escríbela en los comentarios. Así haremos una gran pequeña historia.