Esta mañana escuchaba en una cadena radiofónica la queja de varios de los periodistas contertulios sobre la doble moral o doble rasero entre el acogimiento de la población afgana (a la que se “rifan” las comunidades autónomas) y el rechazo que sufren los MENAS de Ceuta.
Es
curioso que lo que se está recriminando en las expulsiones (devoluciones)
“masivas” de Ceuta, es decir, la generalización es lo que se lleva haciendo
años con los acogimientos: acogemos todos los casos, sea cual sea el motivo (a
las pruebas me remito: ¿Cuántos MENAS han sido devueltos a su país/familia?).
¿De
verdad que se puede comparar una situación con la otra y criticar las distintas
actitudes de los españoles ante estas realidades?
Sin
ánimo de ofender creo que, una vez más, en los medios de comunicación se peca
de esa mezcla tan aplaudida de buenismo, posverdad y lo políticamente correcto.
Luego intentaré explicar esto, pero creo que ahora es necesario aclarar las
diferencias entre ambos casos lo que justifica las diferentes reacciones.
En
primer lugar, y con esto debería bastar, recordar que en Afganistan hay una
guerra en la que los talibanes MATAN a los que no comulgan con sus ideas y
reducen a la mínima expresión de ser humano a las mujeres. Que se sepa esto no
ocurre con los menores marroquíes y si alguien sospecha que si ocurre, lo que
debe hacer es denunciar a Marruecos.
En
segundo lugar, de Afganistan estamos acogiendo a personas que han trabajado
para nosotros y a familias. En Ceuta hay menores desarraigados que no hemos
acogido, sino que han entrado en territorio español a la fuerza y de forma
ilegal.
En
tercer lugar los afganos que estamos trayendo vienen a pesar de la resistencia
afgana a que éstos salgan de su país. En el caso de Ceuta, fue precisamente el
país de origen, Marruecos, el que facilitó la salida.
Hablar
de MENAS es utilizar un cajón de sastre en el que “echamos” a menores que
llegan a España por distintos motivos y con distintos objetivos.
Antes
de enumerar esta tipología aclaremos que el concepto de menor no es igual en
nuestro país que en países como Marruecos. He conocido niños de 8 años que
habían viajado desde Casablanca a Melilla SOLOS. Nuestros menores a esa edad
necesitan que sus abuelos les crucen la calle. Un chaval de 14 años en
Marruecos ya es considerado, y se considera, un adulto y se le exige lo que a
un adulto.
Sin
ser exhaustivos podríamos diferenciar entre menores de la calle, menores en la
calle, menores en busca de trabajo, menores que huyen de la ley, menores con
enfermedades crónicas incapacitantes que no reciben tratamiento en Marruecos.
Hay menores de la calle que vivían en su país
en la calle formando parte de bandas más o menos organizadas, que no tienen
familia o no quieren vivir bajo una autoridad adulta. Suelen cometer hurtos y
consumir drogas. Estos menores vienen a España porque las consecuencias de sus
actos son más lasas en nuestro país. No se adaptan o no quieren ni permanecer
en un centro de acogida y, si lo hacen, perturban mucho la convivencia en estos
hogares utilizándolos como centro de refugio de sus actos delictivos.
Hay
menores que, durante un tiempo han vivido en la calle. No son niños DE la
calle. En este caso se trata de menores que se han quedado sin familia o que la
madre, al volver a casarse no puede hacerse cargo de él/ella porque no es
aceptado por su nueva pareja. En este caso vienen a España para contar con un
hogar que las autoridades de Marruecos, a las que la Unión Europea le da ayudas
parar ello, no les proporcionan centros de acogida. Estos niños, que vienen con
el beneplácito de sus padres, viene a “su colegio privado” manteniendo contacto
más o menos directo con sus familias que pertenecen a un estatus socioeconómico
bajo, pero no pobre, siendo una fuente de “efecto llamada”.
Una
tercera causa por la que llegan los menores a España es lo que se llama “busca
la vida”. Como ya he mencionado un niño preadolescente o adolescente ya es
considerado un joven adulto en Marruecos que debe aportar a la economía
doméstica o, al menos, no ser una carga. Huyen a España en busca de trabajo y
de cobrar lo que Messi o Ronaldo. Suelen adaptarse bien a los centros y a los
estudios (siempre que estos sean prácticos para conseguir un trabajo). El
problema es la desadaptación de estos menores cuando cumplen la mayoría de
edad.
Por
último están los menores que padecen una enfermedad crónica e incapacitante
cuyo tratamiento no es cubierto por la sanidad de Marruecos (para lo que
también aportamos ayudas). En estos casos suele ser la misma familia la que los
trae a España y los “abandonan” aquí para que el estado español se haga cargo
de ellos en ocasiones de por vida.
Hay
un caso que no he numerado, pero que también se da y la prueba está en la de
madres y padres que tras el “salto” que se produjo en Ceuta acudieron a la
frontera para saber si sus hijos estaban entre los que habían cruzado.
Son
los que yo denomino niños con el síndrome de Pinocho. En el popular cuento el
niño de madera se encuentra con dos “amigos” camino de la escuela y estos le
convencen para que les acompañe en sus travesuras. Y ahí se queda el pobre
Geppetto sin saber dónde está ni qué le habrá ocurrido a su hijo (¿se imaginan
la angustia de ese padre?). Pues de forma similar algunos niños acuden a una
lejana y pobre escuela en un barrio deprimido de Marruecos o en una aldea.
Gracias a la TV han visto ese mundo de lujo que ofrece occidente y, un día, con
unos amigos (niños de la calle) decide marcharse a ser Cristiano o Messi o a tener el patín eléctrico y la consola
que tienen los niños europeos. Y ahí se quedan sus padres sin saber que
ha pasado con sus hijos (créanme, como educador he conocido casos).
Una vez expuestos esta tipología, muy similar
a la que los que han querido estudiar el fenómeno han hecho, planteemos el
porqué. ¿Por qué se insiste tanto en acoger a estos menores cuando hay un país
de origen que recibe ayudas para que se haga cargo de ellos y al que se le
reconoce (o al menos no se le denuncia) como gante de los derechos humanos?,
¿por qué no se insiste en devolver a sus familias (reunificación familiar) a
estos niños, tal como nos gustaría que hicieran con los nuestros en caso
similar cuando el bien supremo del menor debe ser, en primer lugar, continuar
con su familia y en su cultura/país para evitar desarraigos?
De
nuevo la respuesta es múltiple.
Por
un lado, admitámoslo, es un negocio para algunos. Para otro es la vía de
convertirse en su alter ego La Madre de Calcuta. Otros piensan que Europa está
(eternamente) en deuda con estos países (por aquello de la colonización, la
descolonización y la postcolonización).
Estos
motivos encuentran un magnífico caldo de cultivo en una sociedad (la europea y,
sobre todo, la española) acomplejada que arrastra la leyenda negra y que pasa a
ser el origen de todos los males del mundo.
El
paraguas de los políticamente correcto propicia un fenómeno muy peligroso, el
sesgo de falso concenso y el de ignorancia pluralista. El primero se da cuando
sólo se hacen públicas las ideas políticamente correcta. Entonces se piensa que
TODO EL MUNDO OPINA LO MISMO. A consecuencia, el que discrepa se queda callado
creyendo que es una minoría rara y que si da su opinión será centro de
críticas.
Una
sociedad “políticamente correcta” no sería condición suficiente para nuestras
opiniones y decisiones se basaran en un buenismo que, a la larga de vuelve en
contra: Por un lado, todos los menores son catalogados igual con lo que
aquellos (que hay muchos) que se adaptan totalmente y ofrecen a nuestro
futuro mucho, terminan siendo
catalogados como aquellos que no lo hacen (prejuicios). Por otro, la sociedad
de acogida se convierte en diana de los menores y mayores que huyen de la ley o
que ven en nuestras leyes y nuestras ayudas una solución de futuro.
La
mezcla explosiva para este caso y para otros muchos es una sociedad
políticamente correcta en una cultura de la posverdad. Porque la posverdad es
definida como “una circunstancia en la que los hechos objetivos influyen menos
en la formación de la opinión pública que los llamamientos a la emoción y las
creencias personales” (Villanueva, 2021, pag. 166) o como dice d´Ancona (2017)
el triunfo de lo visceral sobre lo racional, de lo engañosamente simple sobre
lo honestamente complicado.
Este
sentimentalismo tóxico, como lo han denominado algunos (Dalrymple, 2017) se
opone al racionalismo, a la línea ilustrada de la ciencia, de la necesidad de
estudiar, comprobar, investigar los hechos. Intenten hacer una investigación en
las que se mezclen conductas (negativas) con variables socioculturales,
soliciten a los estamentos públicos (consejerías, Universidades, Ministerios)
el permiso para recabar esta información… luego cuénteme la respuesta que
reciben. Hay temas tabú. Pero no se olviden, el que no se investigue no
significa que no exista y si no conocemos o erramos en el problema, fallaremos
en la solución.
A
todo ello hay que sumar la democratización de las opiniones: Todas valen, todas
pesan igual, como dijo Isaac Asimov “mi ignorancia es tan válida como tu
conocimiento” y ello da pie a que todos opinemos de todo y que, al final, nos
preguntemos para que buscar una costosa y difícil verdad basada en la
investigación, si una atractiva opinión cala más.
Para
finalizar, me gustaría solamente pedir a los contertulios de medios de comunicación
de masas, influencers, tiktogueros, youtubers y opinadores en general que
analicen, se autocritiquen, basen en hechos y piensen en las consecuencias de sus
publicaciones. No olviden que, como afirman Lukianaff y Haidt (2018) las buenas
intenciones y las malas ideas están abocando a las nuevas generaciones al
fracaso.