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sábado, 25 de julio de 2020

Cuento para padres

Ninguna nube se proponía nacer. Todas las nubes nacían simplemente porque sí. Un día, el sol evaporaba el agua de algún mar o de un lejano océano y las minúsculas gotas ascendían y se iban uniendo a mil o dos mil o tres mil o más metros de altura. Allá arriba, en el cielo.

Pero si las nubes no tenían nada que decir en su nacimiento, lo que más le fastidiaba a aquella nube era que durante el resto de su vida, tampoco la dejaban tomar decisiones.

Era la temperatura y, sobre todo, el viento quien decidía por ella.

A veces, divisaba un bello paisaje, pero el viento de poniente o de levante, del norte o del sur, la arrastraba lejos.

Sentía tanta impotencia que, a veces, lloraba aunque los que estaban debajo creían que estaba lloviendo.

Un día, nublado, la nube ya no lo aguantó más. Pensó en convertirse totalmente en lluvia o, mejor, en granizo, pero ni eso era decisión suya.

Entonces, aprovechando que el viento de la mañana le había arrastrado hasta la costa, se fijó en un grácil velero que navegaba casi en contra del viento. ¿Cómo lo haría? Y en ese instante, las velas del navío cambiaros de posición y el barco cambió el rumbo.

La nube sonrió y dejó pasar un rayo de sol.

Fue moviendo sus gotas hasta cambiar de forma.

Probó una y otra hasta que, en uno de los cambios, notó que se alejaba del resto de las nubes.

Durante semanas practicó una y otra forma, aprendiendo a dominar el viento y hacer lo que quería con él.

Ahora se desviaba y visitaba un prado o rozaba una montaña.

Las demás nubes la miraban con sorpresa o, incluso, con disgusto. “¿Dónde va esa loca?”- le gritaban las más cabreadas. Pero a nuestra nube, todo eso le daba igual. Ahora era libre.

Un día la nube calculó mal y se acercó demasiado a una corriente fría de aire que provenía del norte. Se dio cuenta que perdía volumen y que iba disolviéndose, cayendo en forma de chaparrón sobre la ladera de la montaña. No tardó mucho en desaparecer, pero corre la leyenda entre las nubes que en los últimos instantes, la nube exhibía una fantástica SONRISA.

Yo nací en los 60

Yo nací en los 60 (del siglo pasado). Esto significa que cada vez exclamo más lo de “qué joven eres” y cada vez me digo menos lo de “cuando yo llegue a esa edad”.
Los españoles nacidos en los 60 hemos vivido muchos cambios. Quizás más que otras generaciones. No vivimos la guerra de nuestros padres, ni la postguerra de nuestros hermanos mayores, pero nos pilló el torrente de la Guerra Fría, de las revoluciones, de las caídas de dictaduras y muros… y de la frenética carrera tecnológica.
Esta civilización global e informatizadas nos ha pillado en el peor momento. Nos criamos con un tocadisco o un casette (es curioso, Word me subraya las dos palabras como incorrectas o desconocidas)  que no dejaban de servir en todos los años de nuestra adolescencia, nos criamos con 2 cadenas de TV, con una calculadora que hacía poco más que sumas, restas, multiplicaciones y divisiones y, ahora, se nos exige aprender programas (aplicaciones) informáticos en ordenadores, tablets, teléfonos inteligentes (smart) y relojes que se quedan antiguos, obsoletos, cada muy pocos años (obsolescencia programada funcional).
Nos criamos aprendiendo el español, su gramática, su léxico, su ortografía para poder escribir cartas (estilo epistolar), para poner los puntos y las comas donde debían, para no confundir “vaca” con “baca”… y, ahora, hay un corrector y, con la excusa de escribir rápido, se comen las comas; se desapuntan los puntos y la H se queda muda cuando ve que nunca la ponen.
Eso sí. El inglés, nivel nativo. Si no, te encuentras con sonrisas (la de ellos) y lágrimas (las tuyas).
Nos criamos en un ciriguizo, jugando a la lima, metiendo canicas de cristal (o cariocas multicolores) en un hoyo o pasando toda la tarde con el mismo pantalón y jersey con el que habías ido al colegio, dándole a un balón en una explanada de tierra y piedras en cuyos extremos un par de piedras  o carteras hacían de portería ¡Y ay del que se fuera de allí sin un raspón en la rodilla, un sollón en el codo o una nariz sangrando.
Ejercitábamos todos los músculos de un cuerpo infantil/adolescente en construcción. Y, ahora, sobran un par de pulgares para construir imperios o destruir ejércitos de zombies sin ni siquiera sudar.
Hemos tenido que aprender, subordinarnos, ceder a la dictadura de las redes sociales.
Yo lo intento con instagram, pero no soy tan narcisista, ni tengo tan poco que decir como para que me guste.
Facebook (que me han dicho que está pasado de moda) me gusta más. Me permite escribir más y hacer uso de comas, puntos y H (aunque algunos no lo hagan).
Nos pilla mal esta vorágine, esta necesidad de bajarse la última aplicación o comprarse un nuevo reloj donde ver todo salvo la hora.
En fin, os dejo que tengo que “colgar” alguna gilipollez en Tik Tak para hacerme influencer y que me sigan cientos de miles de usuarios aunque ninguno sepa diferenciar si sobre el techo de su coche lleva una baca o una vaca, ni falte que (piensan) les hace.