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martes, 27 de agosto de 2013

Estimado hijo: la herencia que te dejo

HERENCIA
Estimado hijo:
Con las letras que siguen voy a intentar aclararte algunos porqués que sueles hacerte sobre las exigencias y las negativas que te hago en nuestro día a día.
Los padres vivimos con el miedo de que nuestros hijos no lleguen a ser lo que nosotros quisimos ser. Intentamos vivir en nuestros hijos nuestros sueños, nuestras ocasiones perdidas. Por ello, casi siempre, elaboramos una hoja de ruta que nos de seguridad.
Quizás lo primero que debo decirte es que todos nuestros motivos de discusión se deben a la “herencia” que quiero dejarte y que, a su vez, a mi me dejaron mis padres.
Para empezar te daré unos consejos que yo intento aplicar a mi vida y que creo son la mejor herencia, el mejor capital, que puedo dejarte. En cierta ocasión leí que no debíamos preocuparnos tanto por el mundo que dejábamos a nuestros hijos, sino por los hijos que dejábamos a este mundo[1].
Si en algo me gustaría que me hicieras caso en que seas fiel a tus valores, sean cuales sean.  Tener ideales es fácil, vivir conforme a ellos es lo difícil. Si logras acercarte a esta máxima tu vida habrá valido la pena, aunque, como le ocurrió a Voltaire, estará llena de problemas.
Te he dicho, para empezar, que la herencia que te dejo es la que me dejaron a mí mis padres. Te explicaré en que consistió ésta que, como sabes, no se basó en lo pecuniario. Lo primero fue el ejemplo. Mi madre siempre estuvo junto a la cabecera de la cama cuando estábamos enfermos, sin desfallecer, sin quejarse, en silencio. Mi padre nunca rechazó un trabajo y nunca aceptó nada que no se hubiese ganado con su sudor. No he conocido a nadie más honrado. Nunca abandonó un problema encontrando al final la solución, una solución creativa, casi mágica. Así que echa en la cesta de la herencia este primer bien: el ejemplo de sacrificio, honradez y valentía.
Las siguientes “propiedades” que te dejo son para que seas feliz y me las proporcionó un tal Confucio, que vivió en China hace muchos años. Te resumiré estos trucos para ser feliz acuñando algunas de sus máximas:
Elige un trabajo que te guste y no tendrás que trabajar ni un día de tu vida”.
“Solo puede ser feliz el que sepa ser feliz con todo.”
Exígete mucho a ti mismo y espera poco de los demás. Así te ahorrarás disgustos”.
Aprende a reirte de tí mismo, oféndete con menos cosas y ofende menos.

Sé positivo, intenta agradar la vida a los que te rodean, quiere para ti lo que no quieran los demás… y siéntete orgulloso por ser tan fuerte. Que cuando llegue la hora de irte de este mundo no te avergüences de nada de lo que hayas hecho o de lo que no hayas llegado a hacer.
Y esto último me lleva a otra parte de mi herencia: VIVE, vive todo lo que puedas sin llegar a hacer el mal a otros o a ti mismo. No busques soluciones fáciles. VIVE. Llena tu vida de experiencias y sabiduría. Viaja, aprende, escucha… No seas un libro lleno de hojas en blanco, carente de valor para ti y para los demás. VIVE, a pesar de que ello pueda conllevar sufrimiento, es parte de la vida. Vive, conoce otra gentes, otras culturas, aprende de ellas lo que tienen de bueno. Vive, aprovecha el tiempo. La vida es un pasillo que sólo se recorre en una dirección de manera que si no abres una puerta y miras el interior de la habitación cuando pasas junto a ella, ya no podrás hacerlo después… y el recorrido cada vez es a mayor velocidad. Vive y acepta, como dijo Jack Higgings que “con frecuencia no somos nosotros quienes vivimos la vida. La vida nos vive a nosotros. Ya lo aprenderás cuando seas más viejo”. Me habrás escuchado decir muchas veces desde el accidente que” no dejes para mañana lo que puedas hacer hoy, no porque lo puedas hacer hoy, sino porque no sabes si podrás hacerlo mañana”. Si hay un recurso agotable en nuestro mundo, ese es el tiempo. Por ello, debe ser lo que menos malgastemos.
Pero no te engañes, esto que acabo de decirte no debe ser una excusa para hacer lo que uno quiere cuando uno quiere. Todo lo que hagas debe tener un fin, el que tu elijas entre los que son honorables, un fin que te sirva para ser un hombre, para tener la excusa de haber vivido, para madurar, y no olvides que madurar no significa hacer las cosas cuando uno quiere, sino cuando uno debe.
Es hora de volver a tus abuelos, mis padres. Más importante que lo que me dieron es lo que no me dieron, lo que me “forzaron” a conseguir. Muchas veces me has oído contar las tardes, las jornadas interminables, trabajando con tu abuelo. Viendo como canturreaba mientras miraba una pieza de metal, madera, cemento o plástico para descubrir qué debía hacer y cómo solucionar los problemas que le planteaba el trabajo. No cambiaría por nada esas jornadas, ese aprendizaje (y eso que en su momento no veía el momento de salir del trabajo e irme con los amigos). Ni él ni tu abuela me regalaron nunca nada que no fuese intangible: respeto, cariño (a borbotones). Heredé ropa de segunda mano de mi hermano, utilicé prestado materiales de otros para mis estudios (dibujo técnico), tuve que ahorrar de lo que ganaba en los trabajos para comprar mi primera bicicleta (por cierto, de segunda mano) que luego vendí para comprar mi primer chandal. Nunca tuve un “aparato de música” hasta que comencé a dar clases particulares y sí, cuando a tu abuela le toco “un pico” en la lotería, me compré un coche de segunda mano (hasta entonces usaba el SIMCA de mi padre cuando él no lo usaba).
Mi madre me enseñó a no malgastar, mi padre a admirar el trabajo manual (nunca me verás discutir lo que intenta cobrarme un mecánico, fontanero o albañil, si es que no hago el trabajo yo mismo).
Creo que cada vez que uso el destornillador, reparo un electrodoméstico o construyo un mueble, estoy homenajeando a mi padre. Ese es el mayor tributo que puedo hacerle y sé que él se siente orgulloso de ello.
No tengas miedo a equivocarte, pero tampoco tengas vergüenza en reconocerlo, eso es un signo de madurez, de sabiduría. El que tiene miedo al fracaso, fracasa. El fracaso no es no alcanzar la meta, sino no haberse esforzado por llegar. Si lo has dado todo, no te importarán las críticas.
Esta carta podría rellenar libros y siempre me faltaría algo que querría decirte. Te dejo mi herencia, un amor que hasta que uno no tiene un hijo, no sabe que existe. Usa este amor como base, pero no te aproveches de él, ni te excuses en él. Úsalo aunque no lo comprendas ni llegues a apreciarlo, lo harás cuando te conviertas en padre. Guarda esta herencia, intangible, a buen recaudo. Es, aunque no  lo creas, el mayor bien que puedo ofrecerte y cuando no comprendas algunas de mis decisiones, piensa que se deben a mi herencia.




[1] Leopoldo Abadía.

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